Canon para seis plantas

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Se trataba de performar la academia. En este caso, una escuela de negocios perteneciente a una fundación privada, donde la mayor parte de usuarios/estudiantes llevan traje y corbata, o traje y tacones. Empezar en este espacio, con un público extraño y extrañado, que nos mira con desconcierto, y también con asco, es un desafío para el Arte de Acción.

Nos verán, oirán y olerán (nadie querrá tocarnos) decenas de personas de nuestra edad (en la treintena) o más jóvenes que no quieren pringarse, no quieren ser tocadas por la performance. Van o salen de alguna clase y en su itinerario se encuentran con este Canon para seis plantas. Miran con extrañamiento los cuerpos que se mueven. Mirada ladeada para unos tableaux vivants espontáneos que ubicamos en cada planta de la escuela a partir de materiales creados en el taller de ciencia y performance que yo, Laura Corcuera, impartí el día anterior bajo el título «Encarnemos la ciencia».

La organización del Campus Gutenberg, congreso de comunicación de la ciencia donde se enmarca este taller, nos deja en su segundo día quince minutos para la acción. Quince minutos que son el margen de un programa oficial. La pausa entre una conferencia y otro taller. No todas las personas asistentes al congreso se enteran. Sólo un grupo de ‘privilegiadas’ circunstanciales recorrerá las escaleras performadas. Habrá sensibilidades desconcertadas y otras intrigadas.

Alguien (¿profesorado? ¿Alumnado? ¿Espontáneo?) abre una puerta y ante la sorpresa de la imagen que encuentra, la vuelve a cerrar, sin atreverse a pasar, cambiando su recorrido. Antes de comenzar, los responsables del Edificio Institución nos exponen las constricciones con las que tendremos que trabajar. Nada de humo, nada de pintura, nada de ruidos fuertes… Nada que se salga de lo «normal». Era previsible y estamos esperando las limitaciones de la institución. El espíritu-antítesis de la performance. Una categoría artística autodescategorizada y libre. En una constelación alejada del mercado.

«Normal es un programa de lavadora, señor». La amenaza se torna oportunidad, ¿cómo lidiar con los constreñimientos impuestos del espacio y del público para hacer una performance? Esto es un ejercicio y forma parte del taller. Forma parte del proceso que acaba de comenzar. ¿Cómo incorporar los límites en la performance? ¿Cómo encarnarlos? Forma parte del ejercicio performativo. Parecido al accidente, pero más complejo si cabe.

Por el otro costado, ¿cómo gestionar los apoyos que el espacio y el público te brindan en la performance? Otro ejercicio de escucha igual de importante. Erika, una mujer negra de unos 50 años, parte del equipo de limpiadoras del Edificio Institución, se encuentra en el momento y lugar justos. Nos mira mientras preparamos cada planta antes de la performance. Nos mira con ilusión e interés. Así que le proponemos participar. Erika atravesará nuestras acciones. Subirá las escaleras, desde la planta cero hasta la seis, limpiando el polvo de la barandilla para desaparecer por la última puerta. Dato relevante: Apenas nadie se da cuenta de la existencia de Erika, y eso que es una tiarrona grande y negra. Apenas nadie del público participante la ha visto. Es literalmente invisible. La performance muestra la vida misma, la invisibilidad de algunas personas (migrantes, mujeres, negras, obreras, tullidas…) y la hipervisibilidad de otras (hombres, jóvenes, blancos, glamourosos).

Es como un descenso a los infiernos pero al revés. De menos a más. El público subirá a las profundidades de la condición humana, social y científica. En la planta cero, Manuel Vicente hace su acción del desnudo tecnológico: «Esta mañana me voy a desnudar», saca su Android de última generación y lo coloca en el suelo. Invita al público a hacer lo mismo, componiendo un mosaico de tecnología móvil, un mapa de identidades extendidas en el suelo. En la segunda planta (no hay primera planta, del cero saltamos al dos), yo hago la partitura (Re)flexiones al filo de un hacha añeja, sobre los libros de Richard Lewontin, Emmanuel Lizcano y la FECYT. En la tercera planta, Crisal Rodríguez interpreta un concierto de sierras y partículas. Cuarta planta para Jen Huitlpilt envuelta en cables, visualizando el frenesí consumista y esquizo de las tecnologías. En la quinta planta, Ainoa Mela acciona el ritual de su comida autofumigada, vómitos de la industria alimenticia. Colofón en la sexta planta con Remy Russo y su cuerpo  desbocado, orgásmico, indomable. Inquietante la mano que lleva las riendas del animal de laboratorio.

Pol Galofre y Valentín Alemán vuelven a grabarlo todo. También la bicicleta, con el ciclista y la vieja jugadora de ajedrez. También el mapa del mundo y el orden social de la ciencia. También el papel higiénico que une las seis plantas desde el aire. También el ser de escombros que late en la esquina de otra planta. También la sinapsis de Cajal en el suelo, y la proyección en la pared de la Acción Cultural Científica (1975-2015). Han pasado cuarenta años como si fueran cuarenta minutos. Pronto veremos todas las imágenes en movimiento.

Si algo se puede llamar práctica estética disidente, es esto. Encarnamos, vivenciamos lo que muchos libros han escrito desde hace siglos. Hacerlo desde la imaginación que procuran las estéticas de la precariedad y la calle, hasta el edificio de la institución. Insertar en la lógica institucional una ficha que desentona. Un instante de cortocircuito. Feminismos raros. Radicales libres. Ininteligiblemente auténtico. No sabemos dónde nos van a llevar estos quince minutos. En la retina y vientre de quienes asistieron quedará este efímero sueño tecnocientífico.

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